En la tranquila y polvorienta tierra de Israel, a orillas del río Jordán, estaba a punto de ocurrir un acontecimiento extraordinario, uno que marcaría el inicio de un ministerio que cambiaría el mundo para siempre.
El aire estaba cargado de anticipación mientras Juan el Bautista, un humilde pero ferviente predicador, estaba sumergido hasta la cintura en las frescas aguas del Jordán. Había estado llamando a la gente al arrepentimiento, bautizándolos en estas aguas sagradas como símbolo de su renovado compromiso con Dios. Pero en este día, algo diferente estaba por suceder, algo divino.
Entre la multitud que se reunía en la orilla del río, apareció una figura, alguien que parecía común pero que llevaba una presencia que hacía sentir sagrado el mismo suelo. Era Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, que había vivido en silencio en el pequeño pueblo de Galilea. Pero no había nada ordinario en este hombre, pues Él era el Hijo de Dios, el Mesías prometido.
A medida que Jesús se acercaba, Juan lo reconoció de inmediato, no solo como su primo, sino como el Cordero de Dios, que quitaría los pecados del mundo. Un profundo sentido de indignidad invadió a Juan, y vaciló, diciendo: “Yo necesito ser bautizado por Ti, ¿y Tú vienes a mí?”
Pero Jesús, con Su voz suave pero autoritaria, respondió: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.” Con esas palabras, Juan supo que este no era solo otro bautismo, sino un acto sagrado ordenado por Dios.
Temblando de reverencia, Juan sumergió a Jesús en el agua.
Al salir, los cielos se abrieron, y el Espíritu de Dios descendió como una paloma, posándose sobre Él.
Entonces, una voz del cielo, clara y resonante, proclamó: “Este es Mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.”